Un día gris decidió arrojarse por
la ventana y eternizar su paso por esta vida con un último retrato. Tenía tan
sólo 23 años y el acto de su muerte, extraña e intencionada, es lo primero que
la gente conoce cuando se habla de ella y se contempla su obra. Pero los tan
sólo 800 negativos que conforman el legado artístico de Francesca Woodman, están
celosamente guardados y administrados por sus padres, George Woodman y Betty
Woodmanhan, con el fin de poder componer un día el extraño círculo de sus
bellas imperfecciones fotográficas, un misterio que aún permanece sin desvelar.
Esta es su breve historia.
Un día de 1979 Francesca Woodman decidió trasladarse a New York para iniciar su carrera fotográfica, pero sus esfuerzos no se vieron recompensados. Este hecho es una constante que suele aparecer en muchos fotógrafos o artistas que intentan meterse en el estrecho círculo del reconocimiento artístico.
Francesca nació en Denver,
Colorado un 3 de abril de 1958. Debido a su constante fracaso en el mundo
comercial de la imagen y a una rotura sentimental, entró en un profundo
derrumbe emocional y el 19 de enero de 1981 dijo adiós a la vida arrojándose
por una ventana del Lower East Side de Manhattan. Aquella fría y solitaria noche
todavía sigue envuelta en el misterio. Antes de suicidarse escribió una carta a
un amigo de la escuela, Sloan Rankin…. Estas fueron sus últimas palabras:
Mi vida en este punto es como un sedimento muy viejo en una taza de
café y preferiría morir joven dejando varias realizaciones en vez de ir borrando
atropelladamente todas estas cosas delicadas.
Este dato es de los pocos que se conocen sobre la biografía de esta fotógrafa americana, considerada por muchos como una artista de culto que en vida sólo tuvo participación en una exposición colectiva siendo su primera exposición importante en el año 1986 (en el Wellesley College Museum), cinco años después de su muerte.
Su trabajo consiste mayoritariamente
en retratos de mujeres en blanco y negro, siendo ella misma la modelo en muchas
ocasiones. El cuerpo femenino fue uno de los temas centrales de su
investigación fotográfica, considerándolo como un organismo que se transfigura
psicológicamente entre ambientes insólitos y analíticas descriptivas
perturbadas. Las figuras humanas aparecen borrosas, como si quisieran marchar
de la escena pero dejan su rastro, otras andan perdidas en la sombra, entre
salas invadidas por el deterioro. Son escenarios que recuerdan espacios alejados
en el olvido pero ella amaba ubicar su trabajo en estas delimitaciones, especialmente
en Rhode Island, una geografía clásica rodeada de viejas mansiones victorianas
y fábricas abandonadas. Eran sus lugares de refugio, de liberación, de intimidad,
trazos espacio-temporales donde plasmaba los contextos gráficos que corrían por
sus neuronas.
Un día más desperté sola en estas sillas blancas. Un instante entre
muchos, una transición hacia otra historia. Todo lo demás es un universo
sugerido. Un cuento misterioso y evocador. Fin de la historia.
Para Francesca Woodman el formato “libro” fue su medio de trabajo preferido para publicar. Como sus fotos pasaban desapercibidas en las galerías, sobre todo si tenían que competir con las grandes murales de imágenes de moda y famosos, ella misma diseñó sus pequeños libros para recoger sus fotografías. Desgraciadamente, sólo se publicó uno de ellos: Algunas geometrías interiores desordenadas, en 1981, el mismo año que se suicidó.
Desde los trece años Francesca había desnudado sus inquietudes ante la cámara. A pesar de su talento, nunca llegó a ganarse la vida como fotógrafa. Era una artista decadente, marcada por la tortura interior, maldita por los medios de la hipocresía comercial, que solo ve el arte concebido de una manera determinada. Su universo estaba hecho de trozos de sí misma que se iban reconstruyendo dentro del inmenso espacio gráfico de su existencia.
Un día más desperté sola en estas sillas blancas. Un instante entre
muchos, una transición hacia otra historia. Todo lo demás es un universo
sugerido. Un cuento misterioso y evocador. Fin de la historia.
Si bien sus imágenes revelan una
fascinación estética por la muerte, la soledad y la decadencia, materializadas
en casas decrépitas, flores secas y paredes estropeadas, sus fotografías no
sólo se mantienen ajenas a la desesperación que prefija un suicidio, sino que
rezuman vitalidad, energía, poder y ansia de experimentación. Es una dualidad
contrapuesta que esconde al ser que yace en ella.
Francesca casi nunca enseñó el rostro en sus autorretratos pero experimentó constantemente con su cuerpo desnudo. A veces se miraba con los ojos de una mujer y otras con el deseo de un hombre, pero nunca soportó estar fuera del encuadre. Sus fotografías son pues, secretamente femeninas, sensuales, intensas, dramáticas y desesperadas. Parecen tejer un mundo deliberadamente enigmático que le ha construido la fama de fotógrafa con aura maldita: Hago fotos de la realidad filtradas a través de mi mente.
Su atmósfera se destaca por crear
y reflejar un búnker psicológico que cierra muchas puertas sobre su ser, pero
que transmuta como pistas emotivas que se reconstruyen como pequeñas historias
de un espacio intransitable, donde nadie cabe excepto ella misma. No se trata
ni de qué ni de quién aparece en la fotografía, sino de plasmar cómo se
desenvuelve en ella dentro de la misma.
Sus fotografías obtienen un
relieve intrínseco, biogenésico que se proyecta hacia cada espectador a modo de
una capsula hermética. Al contemplar sus trabajos viajamos al interior del alma,
un viaje donde se puede volver una y otra vez para encontrar nuevos resquicios
inagotables, detalles y formas, no percibidos anteriormente en sus fotografías.
Es por ello que son imágenes de ida y vuelta, de repetidas lecturas e
interpretaciones, como si se tratara de ideas gráficas violentas de las cuales
es muy difícil salir. Su obra pues es un viaje hipnótico a una realidad atrapante,
desde cualquier punto de partida, a un tiempo sincrónico, a un espacio sereno y
decaído, que a ratos parece congelado, ajeno a la vida y esperando la espiración.
Son encuadres estudiados, donde
la intención del autor habla su propio lenguaje, acotaciones que caen cuesta
abajo hasta encontrar la fuerza de la gravedad que los recompone. Son imágenes
bajo una constante cascada de planos conjuntos, donde un cuerpo de mujer se rodea
de los elementos de una habitación que pasa a ser el organismo que lo deforma y
mutila, que lo absorbe y lo convierte, renegando la identidad de una víctima en
su lenta obturación de no llegar a tiempo.
El lenguaje fotográfico de
Francesca Woodman trata también de realzar las texturas de cada imagen, de los
cuerpos expuestos a las porosidades de las paredes descascaradas del espacio
que las aprisionan, elementos físicos y precarios que expelen ciertas
temperaturas de frialdad y corrosión. Son fragmentos de realidad que indican
pies sobre suelos de madera, corporaciones desnudas entre paredes, huecos y
papel de flores rotas y secas. En otras ocasiones la presencia enigmática y
sutil de un cuerpo bajo una tela que apenas alcanza a cubrirlo por completo. La
iluminación que penetra en estos organismos incuba una fotografía casi fetal
que termina por texturizar el objeto apresado en su propia inexistencia. La luz
es la única que puede sortear ciertos obstáculos hasta llegar al cuerpo femenino
puro, que yace en el escenario como entre medios de tiempos dispares.
Las fotografías de Francesca no parecen
ser nominativas, es decir, no transmiten el mensaje de la permanencia de su
autor, ni tan siquiera del objeto modelo que le substituye. Son entidades que
cruzan la realidad congelada, seres que están pero que desaparecen tras unos
breves instantes de materialización.
Al observar las representaciones de
Francesca Woodman no vemos una simple desnudez sino el acto de recuperar el
cuerpo que acaba de ser alcanzar bajo un aspecto fantasmal. Son mujeres que
desaparecen en las imágenes, expresando transformaciones que terminan con el
sueño.
Conforme a los años fueron pasando, Woodman fue dando pistas de su incomodidad con el mundo. De todas las fotografías que se pueden encontrar de ella, sólo unas dejan su rostro al descubierto, siempre bajo una expresión apática y ausente. En base a esa imagen, ella fabricó un doble que fue muriendo lentamente, olvidando su legado a un cuerpo que poco le importaría que fuese ella. De ahí la importancia del juego con la cámara.
Francesca Woodman situaba su
cámara frontalmente, de manera que el punto de vista pareciera estar siempre a
la altura donde la mirada nunca está. Con ello quería presentar la idea
platónica de las emociones y sus estados. Para conocer la totalidad de su
cuerpo, ella trataba de rejuntar todos los sentimientos dispersos y recomponer
el rompecabezas.
Si Francesca Woodman decidió
poner fin a su paso por esta vida fue porque su tiempo le había desconectado su
íntima sincronía. Murió sintiendo el vértigo de la caída, como queriendo ir a
buscar su fin mientras su descenso le permitía experimentar una rápida transición
entre el descenso y el impacto, entre la caída libre y el fuerte retención del
final. Justo en este instante, la cámara se transforma en un símbolo mental que
dispara el último soplo de vida. En su
trabajo hay muchas referencias gráficas al escondite y la desaparición, doble
metáfora perversa entre una regresión al seno materno y una fuga de la
realidad.
Su obra es, por tanto, un potente conjunto de fotografías que exploró el cuerpo humano. La desnudez representa un símbolo que refleja la vida sin los males mundanos, sin las represiones que esconden la intimidad. Asimismo reflejan el complejo problema de la representación del Yo como una exploración interna de los propios miedos y angustia. Sus imágenes se mueven en torno a la relación entre la aparición y la desaparición, entre la sexualidad y la inocencia. En algunos de sus trabajos su cuerpo aparece indefinido, en movimiento, disimulado tras papeles entonados. En otros surge de las ventanas o debajo de mobiliarios, posando con cosas simbólicas o tras indumentarias derrotadas. Lo viejo y lo roto son elementos que envuelven la existencia a un pasado moribundo que ya no volverá. La muerte se alza como una alternativa para recuperar la retrospectiva pérdida: la vuelta al útero.
El trabajo de Woodman se sitúa frecuentemente junto a contemporáneas como Ana Mendieta y Hannah Wike, y con artistas de generaciones posteriores como Cindy Sherman, Sarah Lucas, Nan Goldin y Karen Finley. Todas ellas mujeres que dialogan fotográficamente con el yo y la representación del cuerpo femenino. El trabajo de Francesca Woodman revela la inusual y coherente visión de una artista que, pese a no llegar a la edad adulta, ha influido considerablemente en posteriores generaciones de artistas. Su legado es de un enorme calibre artístico.
Francesca Woodman probablemente se sintió frustrada porque sus proyectos eran ridículos y absurdos para unos, indescifrables, rechazados e ignorados por otros. Son los avatares de este oficio. Muchas veces se reconoce lo mediocre y no se premia lo genial. Probablemente presa de irritación intentó proyectar su malestar hacia sí misma, sublimando parte de sus desajustes de forma creativa, como muchos grandes artistas incomprendidos suelen hacer. Sus últimas obras parecen orbitar en torno a una radicalización de las estrategias del desplazamiento final, lo que ciertos pensadores existencialistas denominan como punto cero. Harta de soportar esta profunda presión, empezó a cautivarse fotográficamente bajo el velo creativo de la desaparición. Y finalmente logró abrazarla…
Carlos Flaqué Monllonch