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viernes, 30 de diciembre de 2016

FRANCESCA WOODMAN GEOMETRÍAS INTERIORES DESORDENADAS



Un día gris decidió arrojarse por la ventana y eternizar su paso por esta vida con un último retrato. Tenía tan sólo 23 años y el acto de su muerte, extraña e intencionada, es lo primero que la gente conoce cuando se habla de ella y se contempla su obra. Pero los tan sólo 800 negativos que conforman el legado artístico de Francesca Woodman, están celosamente guardados y administrados por sus padres, George Woodman y Betty Woodmanhan, con el fin de poder componer un día el extraño círculo de sus bellas imperfecciones fotográficas, un misterio que aún permanece sin desvelar. Esta es su breve historia.

Un día de 1979 Francesca Woodman decidió trasladarse a New York para iniciar su carrera fotográfica, pero sus esfuerzos no se vieron recompensados. Este hecho es una constante que suele aparecer en muchos fotógrafos o artistas que intentan meterse en el estrecho círculo del reconocimiento artístico.

Francesca nació en Denver, Colorado un 3 de abril de 1958. Debido a su constante fracaso en el mundo comercial de la imagen y a una rotura sentimental, entró en un profundo derrumbe emocional y el 19 de enero de 1981 dijo adiós a la vida arrojándose por una ventana del Lower East Side de Manhattan. Aquella fría y solitaria noche todavía sigue envuelta en el misterio. Antes de suicidarse escribió una carta a un amigo de la escuela, Sloan Rankin…. Estas fueron sus últimas palabras:

Mi vida en este punto es como un sedimento muy viejo en una taza de café y preferiría morir joven dejando varias realizaciones en vez de ir borrando atropelladamente todas estas cosas delicadas.

Este dato es de los pocos que se conocen sobre la biografía de esta fotógrafa americana, considerada por muchos como una artista de culto que en vida sólo tuvo participación en una exposición colectiva siendo su primera exposición importante en el año 1986 (en el Wellesley College Museum), cinco años después de su muerte.

Su trabajo consiste mayoritariamente en retratos de mujeres en blanco y negro, siendo ella misma la modelo en muchas ocasiones. El cuerpo femenino fue uno de los temas centrales de su investigación fotográfica, considerándolo como un organismo que se transfigura psicológicamente entre ambientes insólitos y analíticas descriptivas perturbadas. Las figuras humanas aparecen borrosas, como si quisieran marchar de la escena pero dejan su rastro, otras andan perdidas en la sombra, entre salas invadidas por el deterioro. Son escenarios que recuerdan espacios alejados en el olvido pero ella amaba ubicar su trabajo en estas delimitaciones, especialmente en Rhode Island, una geografía clásica rodeada de viejas mansiones victorianas y fábricas abandonadas. Eran sus lugares de refugio, de liberación, de intimidad, trazos espacio-temporales donde plasmaba los contextos gráficos que corrían por sus neuronas.

Un día más desperté sola en estas sillas blancas. Un instante entre muchos, una transición hacia otra historia. Todo lo demás es un universo sugerido. Un cuento misterioso y evocador. Fin de la historia.

Para Francesca Woodman el formato “libro” fue su medio de trabajo preferido para publicar. Como sus fotos pasaban desapercibidas en las galerías, sobre todo si tenían que competir con las grandes murales de imágenes de moda y famosos, ella misma diseñó sus pequeños libros para recoger sus fotografías. Desgraciadamente, sólo se publicó uno de ellos: Algunas geometrías interiores desordenadas, en 1981, el mismo año que se suicidó.

Desde los trece años Francesca había desnudado sus inquietudes ante la cámara. A pesar de su talento, nunca llegó a ganarse la vida como fotógrafa. Era una artista decadente, marcada por la tortura interior, maldita por los medios de la hipocresía comercial, que solo ve el arte concebido de una manera determinada. Su universo estaba hecho de trozos de sí misma que se iban reconstruyendo dentro del inmenso espacio gráfico de su existencia.

Un día más desperté sola en estas sillas blancas. Un instante entre muchos, una transición hacia otra historia. Todo lo demás es un universo sugerido. Un cuento misterioso y evocador. Fin de la historia.

Si bien sus imágenes revelan una fascinación estética por la muerte, la soledad y la decadencia, materializadas en casas decrépitas, flores secas y paredes estropeadas, sus fotografías no sólo se mantienen ajenas a la desesperación que prefija un suicidio, sino que rezuman vitalidad, energía, poder y ansia de experimentación. Es una dualidad contrapuesta que esconde al ser que yace en ella.

Francesca casi nunca enseñó el rostro en sus autorretratos pero experimentó constantemente con su cuerpo desnudo. A veces se miraba con los ojos de una mujer y otras con el deseo de un hombre, pero nunca soportó estar fuera del encuadre. Sus fotografías son pues, secretamente femeninas, sensuales, intensas, dramáticas y desesperadas. Parecen tejer un mundo deliberadamente enigmático que le ha construido la fama de fotógrafa con aura maldita: Hago fotos de la realidad filtradas a través de mi mente.

Su atmósfera se destaca por crear y reflejar un búnker psicológico que cierra muchas puertas sobre su ser, pero que transmuta como pistas emotivas que se reconstruyen como pequeñas historias de un espacio intransitable, donde nadie cabe excepto ella misma. No se trata ni de qué ni de quién aparece en la fotografía, sino de plasmar cómo se desenvuelve en ella dentro de la misma.

Sus fotografías obtienen un relieve intrínseco, biogenésico que se proyecta hacia cada espectador a modo de una capsula hermética. Al contemplar sus trabajos viajamos al interior del alma, un viaje donde se puede volver una y otra vez para encontrar nuevos resquicios inagotables, detalles y formas, no percibidos anteriormente en sus fotografías. Es por ello que son imágenes de ida y vuelta, de repetidas lecturas e interpretaciones, como si se tratara de ideas gráficas violentas de las cuales es muy difícil salir. Su obra pues es un viaje hipnótico a una realidad atrapante, desde cualquier punto de partida, a un tiempo sincrónico, a un espacio sereno y decaído, que a ratos parece congelado, ajeno a la vida y esperando la espiración.

Son encuadres estudiados, donde la intención del autor habla su propio lenguaje, acotaciones que caen cuesta abajo hasta encontrar la fuerza de la gravedad que los recompone. Son imágenes bajo una constante cascada de planos conjuntos, donde un cuerpo de mujer se rodea de los elementos de una habitación que pasa a ser el organismo que lo deforma y mutila, que lo absorbe y lo convierte, renegando la identidad de una víctima en su lenta obturación de no llegar a tiempo.

El lenguaje fotográfico de Francesca Woodman trata también de realzar las texturas de cada imagen, de los cuerpos expuestos a las porosidades de las paredes descascaradas del espacio que las aprisionan, elementos físicos y precarios que expelen ciertas temperaturas de frialdad y corrosión. Son fragmentos de realidad que indican pies sobre suelos de madera, corporaciones desnudas entre paredes, huecos y papel de flores rotas y secas. En otras ocasiones la presencia enigmática y sutil de un cuerpo bajo una tela que apenas alcanza a cubrirlo por completo. La iluminación que penetra en estos organismos incuba una fotografía casi fetal que termina por texturizar el objeto apresado en su propia inexistencia. La luz es la única que puede sortear ciertos obstáculos hasta llegar al cuerpo femenino puro, que yace en el escenario como entre medios de tiempos dispares.

Las fotografías de Francesca no parecen ser nominativas, es decir, no transmiten el mensaje de la permanencia de su autor, ni tan siquiera del objeto modelo que le substituye. Son entidades que cruzan la realidad congelada, seres que están pero que desaparecen tras unos breves instantes de materialización.

Al observar las representaciones de Francesca Woodman no vemos una simple desnudez sino el acto de recuperar el cuerpo que acaba de ser alcanzar bajo un aspecto fantasmal. Son mujeres que desaparecen en las imágenes, expresando transformaciones que terminan con el sueño. 

Conforme a los años fueron pasando, Woodman fue dando pistas de su incomodidad con el mundo. De todas las fotografías que se pueden encontrar de ella, sólo unas dejan su rostro al descubierto, siempre bajo una expresión apática y ausente. En base a esa imagen, ella fabricó un doble que fue muriendo lentamente, olvidando su legado a un  cuerpo que poco le importaría que fuese ella. De ahí la importancia del juego con la cámara.

Francesca Woodman situaba su cámara frontalmente, de manera que el punto de vista pareciera estar siempre a la altura donde la mirada nunca está. Con ello quería presentar la idea platónica de las emociones y sus estados. Para conocer la totalidad de su cuerpo, ella trataba de rejuntar todos los sentimientos dispersos y recomponer el rompecabezas.

Si Francesca Woodman decidió poner fin a su paso por esta vida fue porque su tiempo le había desconectado su íntima sincronía. Murió sintiendo el vértigo de la caída, como queriendo ir a buscar su fin mientras su descenso le permitía experimentar una rápida transición entre el descenso y el impacto, entre la caída libre y el fuerte retención del final. Justo en este instante, la cámara se transforma en un símbolo mental que dispara el último soplo de vida.  En su trabajo hay muchas referencias gráficas al escondite y la desaparición, doble metáfora perversa entre una regresión al seno materno y una fuga de la realidad.

Su obra es, por tanto, un potente conjunto de fotografías que exploró el cuerpo humano. La desnudez representa un símbolo que refleja la vida sin los males mundanos, sin las represiones que esconden la intimidad. Asimismo reflejan el complejo problema de la representación del Yo como una exploración interna de los propios miedos y angustia. Sus imágenes se mueven en torno a la relación entre la aparición y la desaparición, entre la sexualidad y la inocencia. En algunos de sus trabajos su cuerpo aparece indefinido, en movimiento, disimulado tras papeles entonados. En otros surge de las ventanas o debajo de mobiliarios, posando con cosas simbólicas o tras indumentarias derrotadas. Lo viejo y lo roto son elementos que envuelven la existencia a un pasado moribundo que ya no volverá. La muerte se alza como una alternativa para recuperar la retrospectiva pérdida: la vuelta al útero.

El trabajo de Woodman se sitúa frecuentemente junto a contemporáneas como Ana Mendieta y Hannah Wike, y con artistas de generaciones posteriores como Cindy Sherman, Sarah Lucas, Nan Goldin y Karen Finley. Todas ellas  mujeres que dialogan fotográficamente con el yo y la representación del cuerpo femenino. El trabajo de Francesca Woodman revela la inusual y coherente visión de una artista que, pese a no llegar a la edad adulta, ha influido considerablemente en posteriores generaciones de artistas. Su legado es de un enorme calibre artístico.

Francesca Woodman probablemente se sintió frustrada porque sus proyectos eran ridículos y absurdos para unos, indescifrables, rechazados e ignorados por otros. Son los avatares de este oficio. Muchas veces se reconoce lo mediocre y no se premia lo genial. Probablemente presa de irritación intentó proyectar su malestar hacia sí misma, sublimando parte de sus desajustes de forma creativa, como muchos grandes artistas incomprendidos suelen hacer. Sus últimas obras parecen orbitar en torno a una radicalización de las estrategias del desplazamiento final, lo que ciertos pensadores existencialistas denominan como punto cero. Harta de soportar esta profunda presión, empezó a cautivarse fotográficamente bajo el velo creativo de la desaparición. Y finalmente logró abrazarla…


Carlos Flaqué Monllonch























Artículo publicado en la revista "Luz y Tinta" número 35 (páginas 71 a 77)