“Crecí en la ignorancia, la pobreza y el fanatismo totales, y esto ha sido
para mí una carga durante toda mi vida. Me han manipulado y he manipulado a
otros, fotografiando el sufrimiento y la miseria. Soy culpable en ambas
direcciones: culpable porque podía caminar hacia otro lado mientras ese hombre
moría de hambre o era asesinado con un arma. Estoy cansado de la culpa, cansado
de decirme a mí mismo: no maté a ese hombre en esa fotografía, yo no maté de
hambre a ese niño.”
En el mundo existen múltiples
realidades contrapuestas, polos que diagraman escenas a ritmo de palacios y
cuerdas flojas. Son los contrapuntos de la abundancia y de la carencia, del
placer y del dolor, de la profesión y de los propios principios, un cosmos que
se baraja y se agrieta lentamente dentro desde su propia esencia. Es mundo
incomprensible, un motor loco cuya dinámica insana no para de girar. Es el
escenario duro de las guerras, el hambre, las miserias, las torturas o la
degradación, como constantes de la humanidad, ese libro gigantesco escrito con
el daño y la sangre, el odio y las pasiones, las conquistas y los sufrimientos.
Gracias a la labor de estos integrantes de la Humanidad, el mundo hoy en día es
consciente de ciertos hechos, de momentos donde se exhala el hedor de la
finitud o el perfume del abuso o la consternación. Es la intensa labor de
profesionales que anteponen el riesgo por idea, seres que a cada segundo deben
construirse a sí mismos, sin importarles perder la vida, exponerse a enfermedades,
permanecer forzosamente impasibles al dolor ajeno, aunque interiormente lleven
la sangre hirviendo y la piel reseca por la aridez de los sistemas. Es la vida
de los reporteros gráficos, aunque no todos llegan a viejos para contar sus
historias. Es la parte de los productores y realizadores.
En la otra parte de la cruda realidad
están los otros, los que sufren en propias carnes las injusticias de este
mundo, las decisiones que generan los conflictos y las carencias. Son las los
seres humanos que mueren olvidados entre el polvo y las astillas, entre las balas
y esqueletos, junto a restos de basura y plagados de enfermedades y de insectos.
Son los seres que deambulan perdidos en un mundo que, por desgracia, les ha
puesto en el lado oscuro de la vida. Es el lugar donde los suspiros marcan los
gestos que detienen la vida y sesgan toda esperanza. Nadie sabe los porqués
pero si las razones. El ser humano es un depredador muy peligroso y el
reportero de guerra lo sabe, mejor que nadie. Los seres humanos no son números
ni marionetas, son almas que han tenido la mala suerte de cruzarse en caminos de
sufrimiento destruyendo todos sus sueños.
Entre ambos polos se alza la
imagen registrada, la foto que eterniza lo que el ojo humano ve y llora, ese
instante donde la realidad se convierte en la mejor icono de “World Press” o en
la “cover” de algún “mass media” de gran tirada. La plasmación de esta imagen
puede suponer la conquista de la fama o el inicio de una caída, un extraño
dualismo que hace del fotógrafo un ser único e imprescindible, un puente
infatigable entre dos polos extremos.
“Cuando uno empieza a cubrir guerras, todo es muy excitante. Uno no se
plantea cuestiones morales. Pero a medida que desarrolla su trabajo, a medida
que ves matar a niños o que los ves agonizar, las cosas se vuelven horribles y
entonces surgen los cuestionamientos. Cuando fui a Vietnam, todo me resultaba
excitante: las bombas, la selva, los paracaídas, los helicópteros, las explosiones.
Era Hollywood. “Apocalypse Now”. Estuve allí doce días. Cuando me fui, parecía
tan loco como los soldados norteamericanos que había fotografiado. Y me
preguntaba: ¿qué tiene esto que ver con la fotografía?”
Don McCullin es un grandísimo representante de estos dos
contrastes, un profesional inmenso que tras consagrar parte de su vida al
fotoperiodismo extremo, un día decidió apartarse de la barbarie bélica donde la
fina ley de la supervivencia parece no importarle a nadie. McCullin nació el 9
de octubre de 1935 en Finsbury Park, Londres, uno de los barrios de la capital
inglesa más duros y todavía en ruinas a consecuencia de los bombardeos alemanes
de la Segunda Guerra Mundial. Sus orígenes humildes no le impidieron sin
embargo llegar a convertirse en uno de los mejores fotógrafos de guerra de la
historia. Su espíritu le condujo prontamente a mostrar las capas más bajas y
desgraciadas de la sociedad: parados, pobres y marginados, llegando a
escenificar los lados más dramáticos de las ciudades y sus duras realidades.
“Mi carrera se inició y se alimentó de violencia. Uno de los chicos que formaban parte de mi grupo se enfrentó a una banda de muchachos. Llegó la policía para separarlos y alguien mató a mi amigo con un cuchillo. Yo había tomado fotos como amateur de ese grupo de amigos, entre los que estaba el asesinado, y entonces las llevé a un diario muy famoso, “The Observer”. Eso sucedía en 1958. Unas semanas después publicaron media página con mis imágenes. Y, al día siguiente, me ofrecieron un trabajo. Era algo increíble. No sabía nada de fotografía.”
Poco a poco fue tejiéndose su
alma de reportero de riesgo, dejando la crudeza de las calles para adentrarse
en el oscuro mundo de la guerra y sus consecuencias. Retrató Chipre, Vietnam,
el Líbano y Afganistán. Fue apresado y conoció el horror de las cárceles de Idi
Amin, el dictador militar y tercer presidente de Uganda dejando en una huella
imborrable: “Cuando voy a una guerra, siempre leo todos los informes y los
libros sobre los problemas que la generaron. Pero cuando se llega a los lugares
de combate, es imposible actuar con una mente abierta porque las atrocidades
que uno ve, hacen que te inclines por los que han sido agredidos o invadidos,
por los débiles”.
“Estaba en Beirut y vi cómo una bomba caía sobre una casa y la destruía
por completo. En la calle, había una mujer, la propietaria. Delante de sus ojos,
en un segundo, había visto desaparecer todas sus posesiones, lo que había
levantado en toda una vida. Yo alcé mi cámara y tomé una fotografía de ella
frente a las ruinas. La mujer se dio cuenta. Vino hacía mí y me empezó a pegar.
Me pegaba y me pegaba. Yo no me defendía. No tenía derecho de hacerlo. Esa foto
conmovedora, por la que me pagarían mucho, la había conseguido gracias a ese hogar
reducido a cenizas. Volví al hotel. Me decía: “Estoy harto de este trabajo”.
Fui al café a tomar algo para recuperarme. Y, al rato, apareció un amigo y me
dijo: “¿Sabes una cosa?” y yo le respondí: “No me molestes”. Y él continuó: “La
mujer que te pegó, la mujer a la que le destruyeron la casa, acaba de ser
matada por una bomba”. Regresé a Inglaterra. Desde entonces no fui el mismo. En
diez años no volví a tomar fotos de guerra. No creo que vuelva a hacerlo. Estoy
harto de la fealdad y del horror de las guerras.”
Durante el servicio militar estuvo en la “Real Air Force” británica (RAF) y más tarde en la crisis del Canal de Suez (1956) donde trabajó como asistente de fotografía. Entre 1966 y 1984, trabajó como corresponsal de ultramar para el “Sunday Times Magazine”, registrando catástrofes ecológicas creadas por el hombre, como la Guerra de Biafra (1968) y las víctimas del SIDA en África. También cubrió la guerra del Vietnam y el conflicto de Irlanda del Norte. En 1968, su cámara Nikon paró una bala que iba dirigida a él, salvándole la vida. Es el autor de numerosos libros y premios: “World Press Photo Award” (1964), “Warsaw Gold Medal” (1964), “Order of The British Empire Medal” (1993), “Cornell Capa Award” (2006), entre muchos más. Profundamente marcado por las experiencias vividas como reportero de guerra, los últimos trabajos fotográficos de McCullin se alejaron por completo del drama humano, del horror de este siglo. Necesitaba desconectar. Desde hace tiempo ha preferido viajar y fotografiar las ciudades perdidas del pasado, como las urbes romanas del Magreb y Oriente Próximo: Líbano (Baalbek y Tiro), Siria (Palmira, Bosra y Damasco), Jordania (Jerasa), Marruecos (Bolubilis), Argelia (Djemila), Túnez (Dugga, Cartago, El Djem) y Libia (la ciudades de la Tripolitania, sobre todo la impresionante Leptis Magna). Las imágenes de McCullin descubren matices de luz y sombra que arrastran al espectador hacia un pasado imaginario que le sitúa entre la grandeza milenaria de los antiguos imperios del mundo.
Carlos Flaqué Monllonch
A estas alturas y no te conocía este blog. Me ha parecido magnífico. Lerré más cosas. Te felicito, amigo.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, aunque sea algo tarde decirlo. No te habia visto. Me alegra que te guste el blog. Un abrazo
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