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jueves, 13 de junio de 2019

DONALD MCCULLIN, EL DURO TESTIMONIO DE LA GUERRA


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“Crecí en la ignorancia, la pobreza y el fanatismo totales, y esto ha sido para mí una carga durante toda mi vida. Me han manipulado y he manipulado a otros, fotografiando el sufrimiento y la miseria. Soy culpable en ambas direcciones: culpable porque podía caminar hacia otro lado mientras ese hombre moría de hambre o era asesinado con un arma. Estoy cansado de la culpa, cansado de decirme a mí mismo: no maté a ese hombre en esa fotografía, yo no maté de hambre a ese niño.”

En el mundo existen múltiples realidades contrapuestas, polos que diagraman escenas a ritmo de palacios y cuerdas flojas. Son los contrapuntos de la abundancia y de la carencia, del placer y del dolor, de la profesión y de los propios principios, un cosmos que se baraja y se agrieta lentamente dentro desde su propia esencia. Es mundo incomprensible, un motor loco cuya dinámica insana no para de girar. Es el escenario duro de las guerras, el hambre, las miserias, las torturas o la degradación, como constantes de la humanidad, ese libro gigantesco escrito con el daño y la sangre, el odio y las pasiones, las conquistas y los sufrimientos. Gracias a la labor de estos integrantes de la Humanidad, el mundo hoy en día es consciente de ciertos hechos, de momentos donde se exhala el hedor de la finitud o el perfume del abuso o la consternación. Es la intensa labor de profesionales que anteponen el riesgo por idea, seres que a cada segundo deben construirse a sí mismos, sin importarles perder la vida, exponerse a enfermedades, permanecer forzosamente impasibles al dolor ajeno, aunque interiormente lleven la sangre hirviendo y la piel reseca por la aridez de los sistemas. Es la vida de los reporteros gráficos, aunque no todos llegan a viejos para contar sus historias. Es la parte de los productores y realizadores.


En la otra parte de la cruda realidad están los otros, los que sufren en propias carnes las injusticias de este mundo, las decisiones que generan los conflictos y las carencias. Son las los seres humanos que mueren olvidados entre el polvo y las astillas, entre las balas y esqueletos, junto a restos de basura y plagados de enfermedades y de insectos. Son los seres que deambulan perdidos en un mundo que, por desgracia, les ha puesto en el lado oscuro de la vida. Es el lugar donde los suspiros marcan los gestos que detienen la vida y sesgan toda esperanza. Nadie sabe los porqués pero si las razones. El ser humano es un depredador muy peligroso y el reportero de guerra lo sabe, mejor que nadie. Los seres humanos no son números ni marionetas, son almas que han tenido la mala suerte de cruzarse en caminos de sufrimiento destruyendo todos sus sueños.

Entre ambos polos se alza la imagen registrada, la foto que eterniza lo que el ojo humano ve y llora, ese instante donde la realidad se convierte en la mejor icono de “World Press” o en la “cover” de algún “mass media” de gran tirada. La plasmación de esta imagen puede suponer la conquista de la fama o el inicio de una caída, un extraño dualismo que hace del fotógrafo un ser único e imprescindible, un puente infatigable entre dos polos extremos.


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“Cuando uno empieza a cubrir guerras, todo es muy excitante. Uno no se plantea cuestiones morales. Pero a medida que desarrolla su trabajo, a medida que ves matar a niños o que los ves agonizar, las cosas se vuelven horribles y entonces surgen los cuestionamientos. Cuando fui a Vietnam, todo me resultaba excitante: las bombas, la selva, los paracaídas, los helicópteros, las explosiones. Era Hollywood. “Apocalypse Now”. Estuve allí doce días. Cuando me fui, parecía tan loco como los soldados norteamericanos que había fotografiado. Y me preguntaba: ¿qué tiene esto que ver con la fotografía?”

Don McCullin  es un grandísimo representante de estos dos contrastes, un profesional inmenso que tras consagrar parte de su vida al fotoperiodismo extremo, un día decidió apartarse de la barbarie bélica donde la fina ley de la supervivencia parece no importarle a nadie. McCullin nació el 9 de octubre de 1935 en Finsbury Park, Londres, uno de los barrios de la capital inglesa más duros y todavía en ruinas a consecuencia de los bombardeos alemanes de la Segunda Guerra Mundial. Sus orígenes humildes no le impidieron sin embargo llegar a convertirse en uno de los mejores fotógrafos de guerra de la historia. Su espíritu le condujo prontamente a mostrar las capas más bajas y desgraciadas de la sociedad: parados, pobres y marginados, llegando a escenificar los lados más dramáticos de las ciudades y sus duras realidades.

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“Mi carrera se inició y se alimentó de violencia. Uno de los chicos que formaban parte de mi grupo se enfrentó a una banda de muchachos. Llegó la policía para separarlos y alguien mató a mi amigo con un cuchillo. Yo había tomado fotos como amateur de ese grupo de amigos, entre los que estaba el asesinado, y entonces las llevé a un diario muy famoso, “The Observer”. Eso sucedía en 1958. Unas semanas después publicaron media página con mis imágenes. Y, al día siguiente, me ofrecieron un trabajo. Era algo increíble. No sabía nada de fotografía.”



Poco a poco fue tejiéndose su alma de reportero de riesgo, dejando la crudeza de las calles para adentrarse en el oscuro mundo de la guerra y sus consecuencias. Retrató Chipre, Vietnam, el Líbano y Afganistán. Fue apresado y conoció el horror de las cárceles de Idi Amin, el dictador militar y tercer presidente de Uganda dejando en una huella imborrable: “Cuando voy a una guerra, siempre leo todos los informes y los libros sobre los problemas que la generaron. Pero cuando se llega a los lugares de combate, es imposible actuar con una mente abierta porque las atrocidades que uno ve, hacen que te inclines por los que han sido agredidos o invadidos, por los débiles”.

“Estaba en Beirut y vi cómo una bomba caía sobre una casa y la destruía por completo. En la calle, había una mujer, la propietaria. Delante de sus ojos, en un segundo, había visto desaparecer todas sus posesiones, lo que había levantado en toda una vida. Yo alcé mi cámara y tomé una fotografía de ella frente a las ruinas. La mujer se dio cuenta. Vino hacía mí y me empezó a pegar. Me pegaba y me pegaba. Yo no me defendía. No tenía derecho de hacerlo. Esa foto conmovedora, por la que me pagarían mucho, la había conseguido gracias a ese hogar reducido a cenizas. Volví al hotel. Me decía: “Estoy harto de este trabajo”. Fui al café a tomar algo para recuperarme. Y, al rato, apareció un amigo y me dijo: “¿Sabes una cosa?” y yo le respondí: “No me molestes”. Y él continuó: “La mujer que te pegó, la mujer a la que le destruyeron la casa, acaba de ser matada por una bomba”. Regresé a Inglaterra. Desde entonces no fui el mismo. En diez años no volví a tomar fotos de guerra. No creo que vuelva a hacerlo. Estoy harto de la fealdad y del horror de las guerras.”


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Durante el servicio militar estuvo en la “Real Air Force” británica (RAF) y más tarde en la crisis del Canal de Suez (1956) donde trabajó como asistente de fotografía. Entre 1966 y 1984, trabajó como corresponsal de ultramar para el “Sunday Times Magazine”, registrando catástrofes ecológicas creadas por el hombre, como la Guerra de Biafra (1968) y las víctimas del SIDA en África. También cubrió la guerra del Vietnam y el conflicto de Irlanda del Norte. En 1968, su cámara Nikon paró una bala que iba dirigida a él, salvándole la vida. Es el autor de numerosos libros y premios: “World Press Photo Award” (1964), “Warsaw Gold Medal” (1964), “Order of The British Empire Medal” (1993), “Cornell Capa Award” (2006), entre muchos más. Profundamente marcado por las experiencias vividas como reportero de guerra, los últimos trabajos fotográficos de McCullin se alejaron por completo del drama humano, del horror de este siglo. Necesitaba desconectar. Desde hace tiempo ha preferido viajar y fotografiar las ciudades perdidas del pasado, como las urbes romanas del Magreb y Oriente Próximo: Líbano (Baalbek y Tiro), Siria (Palmira, Bosra y Damasco), Jordania (Jerasa), Marruecos (Bolubilis), Argelia (Djemila), Túnez (Dugga, Cartago, El Djem) y Libia (la ciudades de la Tripolitania, sobre todo la impresionante Leptis Magna). Las imágenes de McCullin descubren matices de luz y sombra que arrastran al espectador hacia un pasado imaginario que le sitúa entre la grandeza milenaria de los antiguos imperios del mundo.



Carlos Flaqué Monllonch

2 comentarios:

  1. A estas alturas y no te conocía este blog. Me ha parecido magnífico. Lerré más cosas. Te felicito, amigo.

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    1. Muchas gracias por tu comentario, aunque sea algo tarde decirlo. No te habia visto. Me alegra que te guste el blog. Un abrazo

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Muchas gracias por tu comentario. Saludos.